Tres dones

Dios (o alguien en su lugar) decidió reservarme tres dones maravillosos para esta vida; digo «ésta» porque de las pasadas recuerdo poco y sobre las próximas, si me quedan, sería arriesgado pronunciarse.

Digo también «dios» más por convención que por fe, ya que, como muchos saben, soy una persona agnóstica. Sin embargo, creo que en estos dones hay algo de divino, y me gusta pensar que hay algo o alguien a quien un día podré agradecer haberme dotado de estas tres bellísimas armas.

La primera es haberme dado el español como lengua madre. Sería prolijo hacer una lista de todos los autores que he podido leer sin necesidad de traducciones desde bien pequeño, así que bastará que diga Borges, Lorca y Benedetti para que la magnitud de este regalo sea evidente a todos.

No tengo claro en cambio cuál es el orden de los otros dones, pero quizá el que está más ligado al primero es este amor por la lengua que no me ha abandonado ni siquiera en los momentos peores. La curiosidad, el respeto, la felicidad consciente de deslizar los dedos entre las hojas de un diccionario en esa apuesta siempre perdida por abrir el tomo por la página justa. Dudar sobre la puntuación de una frase como si fuera una operación a subordinada abierta. Preguntar, leer, buscar ejemplos, defender la ortografía como la única barrera entre lo correcto y la barbarie.

El tercer don que me ha hecho dios (o alguien en su lugar) ha sido la posibilidad de vivir en Italia y poder aprender, estudiar y empezar a conocer la segunda (o la primera) lengua más bella del mundo. Y no me hagan elegir entre las dos, sería como obligarme a quemar un libro. Si el español es mi lengua madre el italiano es mi lengua hermana; la primera me ha enseñado el mundo, la segunda me obliga a amarlo y honrarlo cada día con mi felicidad. Son lenguas cercanas pero no se pisan entre sí, cada una sabe estar en su sitio y sabe aparecer cuando la necesito. Son arco y flechas, pincel y paleta, harina y agua, yesca y pedernal.

Con estos tres dones voy a salir al mundo a forjar los recuerdos de mi vejez y a agradecer a dios que, si existe, me permita la osadía de dudarlo.