Sanremo visto da un non italiano

Ieri è cominciata una nuova edizione del festival di Sanremo e io sento il bisogno di spiegarvi, cari italiani, cosa significa per uno che non è nato in questo paese ma ci vive da quasi otto anni.

Sanremo è conosciuto all’estero, direi che è quasi famoso, almeno per uno spagnolo della mia generazione (classe 1982). In Spagna avevamo il festival di Benidorm (scomparso) e anche quello della OTI (a livello latinoamericano, finito anche questo), quindi immaginate quanto doveva essere importante Sanremo perché fosse conosciuto in Spagna nonostante le canzoni fossero in un’altra lingua.

Ricordo che la prima volta che sentì parlare di Sanremo dopo il mio trasferimento a Firenze pensai «cavolo, ancora lo fanno» e immaginai che sarebbe una cosa ormai vecchia e seguita solo dagli over 50. Mi sbagliavo di brutto ma ancora non lo sapevo. Col passare del tempo e la mia progressiva «italianizzazione» iniziai a capire che Sanremo non era vivo solo perché la RAI si impuntasse a farlo, ma perché era molto più sentito di quello che pensavo. Mi capitava ogni tanto di sentire, parlando di qualche artista, «con questa canzone ha fatto l’esordio a Sanremo» oppure «questa l’ha portata a Sanremo ma poi non ha vinto perché quell’anno blablabla…». Piacesse o meno, Sanremo era ancora un punto di riferimento per i cantanti: uno volendo potrebbe non andarci mai, ma sarebbe una sorta di disprezzo per il mondo della musica italiana.

Perché alla fine vedo che tutti gli artisti di una minima popolarità (o che aspirano ad essa) vedono Sanremo come una grande riunione di famiglia. Quella in cui conosci solo i nonni e i parenti più stretti quando sei giovane, ma quella in cui, man mano che cresci e la famiglia si stringe alla cima e si allarga alla base, ti senti sempre più tua perché hai una concezione più completa di presente, passato e futuro. Ieri vedevo Laura Pausini ventitré anni dopo «La solitudine» e pochi minuti dopo la vedevo su Twitter in un selfie con Francesca Michielin, che di anni ne ha solo venti. La Michielin non era nata quando la Pausini ha cantato per la prima volta a Sanremo.

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C’è qualcosa di intergenerazionale a Sanremo, quel passarsi il testimone dai grandi ai giovani, che è molto bello, ma bello nel senso più alto della parola, di qualcosa che appartiene alla grande bellezza. L’Italia è un paese molto disunito per tantissimi versi ma Sanremo sembra passarci sopra senza volere neanche pensarci. A volte risulta anche noioso, fra pubblicità infinite, personaggi più o meno idonei per condurlo, performance più o meno interessanti, serate di cui non si salverebbe neanche un ritornello, ma si sa, si accetta e si va avanti.

Perché il fatto che Sanremo duri più giorni fa sì che tutti abbiamo modo non solo di parlare con amici e parenti, ma soprattutto di ripensare alle canzoni e dire «ma in realtà quella di Tizio la vorrei ascoltare di nuovo, secondo me era bella». Se fosse solo una serata di sei ore di bella musica sarebbe altro ma non Sanremo.

In definitiva, io Sanremo ve lo invidio di brutto. Quando penso ad alcune di quelle che vengono considerate tradizioni in Spagna, penso che al posto di un signore con una spada in mano e un toro moribondo a due metri preferirei qualcuno con un microfono, una chitarra e una storia da raccontare. Sanremo non deve essere perfetto né offrire sempre grandi canzoni, deve semplicemente essere. Perché è un baluardo della musica come valore culturale e di coesione di un paese. La musica non ci farà per forza persone migliori ma ci aiuterà a ricordare che proveniamo dallo stesso posto, come due gabbiani che parlano sulla spiaggia del vento.

Mercedes

Hace pocos días murió una vecina de mi casa de Madrid. En realidad no vivía en el edificio desde hacía diez años, más o menos, pero era la que estuvo durante toda mi infancia y mi primera adolescencia, así que para mí siempre ha sido la vecina «oficial» del tercero B.

«Un vida muy perra, lo he sentido mucho«, me ha escrito mi madre. De ella recuerdo con claridad tres cosas: el doble timbrazo cuando llamaba a la puerta, la peste a tabaco que salía de su casa incluso con la puerta cerrada y su costumbre de revelarte el regalo de navidad antes de que te diera tiempo a abrirlo: «toma, unos guantes«. Como si aceptara la convención social del envoltorio pero no la de la sorpresa. Quizá porque para ella las sorpresas rara vez habían sido buenas.

En ocasiones como esta me pregunto si los vivos se llevan su tristeza para el siguiente mundo o si se liberan de ella junto a su cuerpo. Para mí es inconcebible su rostro con otra mueca que la de la amargura, pero me gustaría que lo de «descanse en paz» fuera esta vez algo más que una frase hecha escrita sobre una tumba.

Sobre los límites del «spoiler»

En la última década un concepto que ha ganado cada vez más peso en las conversaciones entre las personas es el del spoiler, o sea, que te cuenten el final de una película o que te desvelen detalles importantes de la trama de una serie. Vamos, lo que toda la vida se ha llamado «destripar».

Tal es la importancia del asunto que ahora en cualquier medio de comunicación tienen que avisarte en carácteres cubitales si el artículo que vas a leer contiene «espoilers» o no. La duda es: ¿hasta cuándo tenemos que avisar a quien nos lee de que vamos a contar detalles importantes de una obra en cuestión? O dicho de otro modo: ¿por qué en mi manual de literatura moderna antes del análisis de «Romeo y Julieta» nadie me avisaba de que había spoilers? ¿Qué tiene George R. R. Martin que no tenga Shakespeare?

Yo, que soy un amante de la forma, soy el primero en dar un valor limitado al contenido (de ahí que sea mucho más relector que lector), pero ¿por qué esa tranquilidad cuando en cualquier sitio podemos leer que Ulises llega al final a Ítaca y en cambio nos arriesgamos a perder un amigo sólo si se nos ocurre decir que el último capítulo de la serie de turno nos ha parecido flojo? ¿Cuándo una trama deja de convertirse en spoiler para ser patrimonio de la humanidad?

Me he dado cuenta además de que hay una doble vara de medir en todo este asunto. Hace dos días he visto una película que había sido anunciada como la venganza de un padre por la muerte de su hijo; lo que pasa es que el hijo muere después de, digamos, cuarenta y cinco minutos de película. ¿Tiene derecho la productora a destriparnos la historia sólo para que vayamos a verla? ¿De verdad que no hay otra manera de anunciarla? Porque uno empieza a verla sabiendo una parte fundamental de la trama y pensando que, si hablaban de ello en el trailer, sucedería al principio y sentaría la base de la historia, pero no es así, sucede casi a la mitad y no haberlo sabido habría cambiado  radicalmente el modo de ver la película.

A menudo me pregunto cómo sería ver películas y series o leer libros sin saber absolutamente nada de ellos, completamente a ciegas. Ya sencillamente ver «El Padrino» sabiendo que habla de mafia es un spoiler en toda regla…

El único que ha sido capaz de pasarse los spoilers por el arco del triunfo ha sido Gabriel García Márquez, que nos ha dejado uno de los mejores incipit de la historia de la literatura con el ya famoso «El día que lo iban a matar…» de «Crónica de una muerte anunciada». Pensó seguramente «yo empiezo contando el final y así no engaño a nadie. El que quiera quedarse y seguir leyendo, que lo haga, y a quien no le interese, que sepa por lo menos qué es lo que pasa«. «Gabo», como todos los grandes escritores, no tenía necesidad de encargarle a la trama la tensión de la obra; sabía perfectamente a lo que jugaba, y quien haya leído esta obrita maravillosa habrá probado una angustia terrible a medida que avanzaba la historia, aun sabiendo lo que sucedía al pobre Nasar. No hay spoiler ni giro inesperado que valga como una obra bien escrita. Y Shakespeare probablemente también lo sabía y se ha encargado él de ir borrando de todos los manuales de literatura la advertencia «atención, este capítulo contiene spoilers de algunas de las obras más bellas de la literatura mundial«.

 

«Nel mezzo del cammin di nostra vita»

Por si alguien no lo sabe, el título del post es el inicio de la «Divina Commedia» de Dante, la obra literaria más importante de la historia de Occidente («¿Más que ‘El Quijote’?». Bueno, de eso hablaremos otro día…). Normalmente se traduce por «en medio del camino de nuestra vida», y se cree que hace referencia a que Dante escribió este poema aproximadamente con treinta y cinco años, o sea, más o menos a la mitad de la vida de una persona.

Todo este largo preámbulo para decir que creo que he llegado al mismo momento vital del poeta a pesar del año y medio que nos separan, porque más que de la edad, de lo que Dante hablaba era de ese punto en el que uno se para, quizá por primera vez, a hacerse una especie de autorretrato mirándose al espejo, no con la imaginación pensando en lo que es, sino mirando de verdad con los ojos, tomando conciencia de la propia madurez.

Si yo echo la vista atrás veo muchas cosas, pero muchas, muchas. Veo un sueño que se cumple y otro que estalla en tantos pedazos que al verlos no hay manera de reconocer el todo del que formaban parte. Veo un equilibrio que se tambalea. Veo pocas certezas y muchas dudas, algo que espero que no cambie demasiado con el paso del tiempo. Entre las certezas más amables encuentro la escritura.

Con mayor o menor constancia me ha acompañado desde hace muchos años, en tantas formas que si alguien busca mi nombre en Google puede encontrar artículos (en español y en italiano) sobre pintores venecianos, actualidad políticacasinos americanos gestinados por tribus indias. Por no hablar de blogs, personales o temáticos, en los que he hablado de todo (o de casi todo).

En ocasiones sé que no he escrito más por los límites que me he impuesto a mí mismo en el blog de turno: si escribía sobre política no quería publicar una poesía, durante el tiempo en que he sido más activo con las Emitologías no he querido escribir de deporte, por ejemplo. Corsés innecesarios.

Creo que ha llegado el momento de acabar con estos límites, que son sólo eso, cadenas que en ocasiones me han impedido sentarme delante del ordenador (o del cuaderno) y, sencillamente, escribir. Quizá no me vaya a ganar la vida con ello, pero al menos no la voy a perder. Y eso ya es tanto.

P.D. «¿Entonces vas a cerrar los blogs y vas a escribir sólo aquí?». No. «Voté en el Mediterráneo» y «Emitologías» seguirán albergando los escritos que sean más afines a la política y al lenguaje respectivamente. Lo demás, aquí, o en otras páginas con las que colabore.

Tres dones

Dios (o alguien en su lugar) decidió reservarme tres dones maravillosos para esta vida; digo «ésta» porque de las pasadas recuerdo poco y sobre las próximas, si me quedan, sería arriesgado pronunciarse.

Digo también «dios» más por convención que por fe, ya que, como muchos saben, soy una persona agnóstica. Sin embargo, creo que en estos dones hay algo de divino, y me gusta pensar que hay algo o alguien a quien un día podré agradecer haberme dotado de estas tres bellísimas armas.

La primera es haberme dado el español como lengua madre. Sería prolijo hacer una lista de todos los autores que he podido leer sin necesidad de traducciones desde bien pequeño, así que bastará que diga Borges, Lorca y Benedetti para que la magnitud de este regalo sea evidente a todos.

No tengo claro en cambio cuál es el orden de los otros dones, pero quizá el que está más ligado al primero es este amor por la lengua que no me ha abandonado ni siquiera en los momentos peores. La curiosidad, el respeto, la felicidad consciente de deslizar los dedos entre las hojas de un diccionario en esa apuesta siempre perdida por abrir el tomo por la página justa. Dudar sobre la puntuación de una frase como si fuera una operación a subordinada abierta. Preguntar, leer, buscar ejemplos, defender la ortografía como la única barrera entre lo correcto y la barbarie.

El tercer don que me ha hecho dios (o alguien en su lugar) ha sido la posibilidad de vivir en Italia y poder aprender, estudiar y empezar a conocer la segunda (o la primera) lengua más bella del mundo. Y no me hagan elegir entre las dos, sería como obligarme a quemar un libro. Si el español es mi lengua madre el italiano es mi lengua hermana; la primera me ha enseñado el mundo, la segunda me obliga a amarlo y honrarlo cada día con mi felicidad. Son lenguas cercanas pero no se pisan entre sí, cada una sabe estar en su sitio y sabe aparecer cuando la necesito. Son arco y flechas, pincel y paleta, harina y agua, yesca y pedernal.

Con estos tres dones voy a salir al mundo a forjar los recuerdos de mi vejez y a agradecer a dios que, si existe, me permita la osadía de dudarlo.

Cuando muere un genio

Hoy se nos ha ido David Bowie. Desde que existen las redes sociales cada vez que muere un famoso inicia una batalla de popularidad entre los que seguimos aquí por hacer el comentario más agudo, más jocoso o para explicar al mundo cuán ignorante es la gente en materia y la escasa autoridad moral que tiene para recordar a tan insigne fallecido.

Como todo esto es algo que poco a poco espero que vayamos superando, me van a permitir que diga dos palabras sobre David Bowie sin tener un solo disco suyo ni haber ido jamás (por desgracia) a uno de sus conciertos.  No hacía falta ser un loco admirador de este hombre para darse cuenta de que era un auténtico genio, de esos que pasan a nuestro lado de puntillas porque una de las pocas cosas de las que no son capaces es de pisar el suelo de la misma forma banal en que lo hacemos nosotros. Bastaba su mirada para darse cuenta de que estábamos ante uno de esos héroes griegos a mitad entre un simple mortal y un dios.

Así que  bienvenidos sean los vídeos, las canciones y las menciones a Bowie aunque sólo sea por un par de días. Quien lleva años escuchándolo y lo seguirá hasta el final de sus días puede soportar cuarenta y ocho horas (no serán muchas más) de popularización del artista; quien no lo conoce o lo conoce poco corre el maravilloso riesgo de escuchar «Space Oddity» un par de veces y dejarse transportar por una canción que quizá le abra la mente hacia un tipo (y una calidad) de música hasta ahora desconocida. Y si tiene suerte, cruzará también algunas palabras con el Major Tom.

Lo único malo es que uno echa la vista atrás y se da cuenta de que llevamos más de dos mil años de retraso en celebrar genios que no han tenido ni siquiera medio día de exacerbada popularidad… Que cada cual haga su lista.

Cumplir los sueños

El problema de llegar a una cierta edad, y no hablo de cincuenta ni de sesenta años, es que puedes haber realizado uno de tus grandes sueños de la infancia o de la adolescencia. Hay pocas cosas tan desestabilizadoras como verte con tu sueño en la mano, domesticado, hermoso, brillante, tan luminoso que te ciega y por un tiempo no te deja ver más allá. Cuando estaba en lo alto de la montaña era todo, paradójicamente, mucho más fácil. Estaba allí que te guiaba con su luz, te indicaba si no el camino al menos la dirección. Se escondía tras una loma o una nube y volvía a emerger después de un recodo con más fuerza que antes. Hay quien no encuentra jamás el modo de alcanzarlo, o quien directamente no quiere y se conforma con dar vueltas a la montaña y disfrutar del camino; también hay quien lo olvida o hace como que lo olvida y cuando le llega un rayo de su luz sobre la cara se da la vuelta y lo rehúye. El momento clave, sin embargo, es tomarlo entre las manos, porque tras la euforia inicial viene la fatídica pregunta: «¿y ahora?».

Has vivido tanto tiempo subiendo y persiguiendo el sueño que una vez que lo alcanzas no sabes bien a dónde ir. Sabes que tienes que bajar de la cima pero ¿hacia dónde? ¿Por donde has venido para contarles a todos que llegaste? ¿O hacia delante para explicar a los que vengan de dónde vienes tú? Porque además un sueño es un sueño, no es una simple ambición o un deseo de esos de los que tenemos de sobra. Los sueños, si se tienen, son pocos, y a menudo casi contradictorios entre sí. Por lo que no es fácil, llegados a una cierta edad, y no hablo ni de cincuenta ni de sesenta años, seguir otro sueño con la misma vehemencia del primero o encontrar uno nuevo por el que perder la cabeza.

Quizá lo mejor es hacer las paces con uno mismo, colgarse la medalla por dentro de la chaqueta y salir a pasear con la frente relajada y los ojos claros.

P.D. Mi sueño era vivir en Florencia…